17 de noviembre de 2008

CUADERNO INFANCIA 27


En una de las estaciones del Ferrocarril Sarmiento, posiblemente Ramos Mejía, donde mi papá tiene su negocio, me han comprado un patito. En algún lugar de paso de la gente, quizá cerca de alguna escalera, un hombre ha improvisado un puesto que consiste en un enorme cuadrado de papel sobre el cual tiene ubicadas varias cajas en las que están amontonados una cantidad de patitos, amarillos, recién nacidos. Mi mamá, supongo, o quizá papá, me compran uno y yo soy uno de los chicos más felices del mundo. Tanto, que no quiero despegarme de él ni un instante. Cuando mi amigo Adrián me invita a la casa a jugar, llevo a mi patito conmigo. En el baño de Adrián hay una pequeña bañadera de plástico en la que seguramente lo bañaban cuando era muy chico. No sé si es a él a quien se le ocurre llenar esa bañadera para ver nadar a mi patito. O quizás es una idea mía. Colocamos la bañadera en el piso, debajo de un grifo abierto para que comience a llenarse. Y es tanta la ansiedad por verlo en acción que apenas hay un centímetro de agua ponemos al patito en la pequeña bañadera, que comienza a llenarse tan rápida como inexorablemente. Nos distraemos por algunos segundos en otras cosas y no advertimos que el nivel de agua ya llega a la mitad. Y entonces, lo peor: el patito, que todavía no ha aprendido a nadar, flota muerto. Mientras nosotros nos distrajimos con otra cosa, mientras dejé de mirarlo por un instante, el patito aprovechó para ahogarse y dejarme la idea de la muerte grabada en el alma. Salgo de lo de Adrián con el patito muerto y empapado en una de mis manos, llorando desesperadamente, contando que “se me murió el patito”, frase que mi familia va a repetir durante décadas.

La imagen de hoy: "El origen del mundo", de Courbet.